Crónica parlamentaria escrita por Wenceslao Fernández Flórez en 1.936 y tachado por la censura.
Votar a un diputado no es ese acto libérrimo al que los candidatos triunfantes dedican tantos encomios. Verdaderamente esa libertad tiene muchas limitaciones. Siempre que voto a un diputado tengo la misma impresión que cuando escojo una carta entre las varias que me presenta un prestidigitador. En apariencia nadie cohíbe mi albedrío. En realidad cogeré la que a él le conviene para su juego. Es inútil que yo crea que don Fulano haría una utilísima labor en las Cortes porque don Fulano no figura entre los nombres que me ofrecen. He de elegir entre los que otros han elegido previamente. Estos “otros” son los miembros del Comité de tal o cual partido, manchados ya por el egoísmo de la baja política, obedientes a convencionalismos que a los simples ciudadanos no sólo no nos interesan, sino que nos perjudican, esclavos de esa lamentable monstruosidad que se llama “el escalafón de los patidos”, y que consiste en que el tonto que llegó primero tenga toda clase de privilegios sobre el listo que se incorporó después. Como si la función de regir a un pueblo fuese un cross-country.
Estos grupitos, estas tertulias, son las que eligen los candidatos, los que nos ofrecen la baraja, restringiendo nuestra libertad hasta el punto que ya no queda de ella más que la apariencia, y obligándonos a votos muchas veces a personas a las que no podemos enjuiciar, porque jamás hemos tenido noticias de ellas. Se me dirá que sin este cauce la votación sería algo caótico y que si cada uno votase al que le diese la gana solo se obtendría una espantosa confusión. Eso no importa para que sea verdad lo que afirmo.
Cuando yo concedo mi voto a alguno de los candidatos que me proponen, no es que corra a confundirme con él, como dicen los teósofos que se funden en Dios las almas ya perfeccionadas; no es que vaya a robustecer su personalidad, ni que le ceda en administración todas mis ideas, ni que le pida que me guíe y que me aconseje; no es que descargue en él mi deber de preocuparme de los asuntos públicos y que le confiera la misión de “pensar por mí”. Por el contrario, al elegirlo me guía el propósito de encontrar un entendimiento afín que esté dentro de mis opiniones, que las interprete y las defienda. Yo necesito un diputado como necesito una cocinera. No creo que tenga más valor, ni menos tampoco. El diputado es un ser que cuida de mis necesidades sociales, que debe esforzarse en procurarme la posición que yo deseo en la relación de derechos y deberes para con los demás, en esta parcela humana que es una nación. Yo no tengo tiempo para cocinar y para ir al Congreso a pronunciar discursos. Por eso me procuro una cocinera y un diputado. Pero el hecho de llamar a la una y al otro no quiere decir que los convierta en amos de mi estómago y de mi cerebro, sino que están a mi servicio, a cambio de otros servicios que les presto en compensación.
El singular en que me expreso puede restar exactitud a la teoría, pero bien claramente se entenderá que me refiero, a favor de un tropo, al núcleo de votantes de ideas análogas que han conseguido hacer triunfar a un candidato.
Si el diputado, una vez tal, se cree autorizado para escuchar unánimemente su propia inspiración, con desdén para la de sus electores, si se cree pastor que empuja un rebaño en vez de mandatario que -con decoroso margen para sus iniciativas- desarrolla un plan; si nos pone un ronzal, si suelta la muñeca donde nos pulsaba y se permite apoyar lo que nos es ingrato, votar lo que se nos antoja inconveniente, desoír nuestras advertencias, menospreciar nuestro criterio, ese hombre nos defrauda, nos ofende y nos tiraniza..
Nos tiraniza. Es un caso típico de absolutismo. No hacían otra cosa los reyes que, después de elegidos, imponían al pueblo su voluntad. Estos diputados se defienden diciendo que ellos creen hacer lo más conveniente para el país y que el país no está enterado de lo que necesita; que la opinión no siempre acierta y que es preciso un ser superior que la maneje. Pero ¿no son estas las mismas frases de los tiranos? ¿Alguno entre ellos dice que el pueblo tiene razón, pero que su designio es fastidiar al pueblo? No, sino que le ofrecen sus arbitrariedades como salvadores recursos.
Si vivimos en un régimen democrático, la conducta de los diputados por Madrid y su gelatinoso manifiesto son reprochables; son de tipo dictatorial.
El pueblo no puede ser a veces un escudo, a veces una escalera, a veces la voz de Dios y a veces la reunión de muchos cretinos a los que no hay que escuchar, porque los pobres son incapaces de comprender nada.
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