Estaba sentada en su silla de ruedas porque ya no podía casi andar y hablar a duras penas con un pequeño hilo de voz. Ella le miraba continuamente con sus preciosos ojos azules que denotaban ese cansancio del mucho trabajo y de los muchos años vividos, noventa ya. No decía nada y lo decía todo, la prudencia y la discreción formaban parte de su vida y de su forma de ser. Nunca una mala palabra, nunca un grito, nunca un enfado, siempre tranquilidad, prudencia, trabajo y amor por los suyos.
Él ya no estaba, hacía años que había fallecido pero era todo lo contrario a ella. Puro nervio, un no parar diario y nunca callaba, siempre decía lo que pensaba cayera quien cayera aunque al final muchas veces le costara un arrepentimiento, pero nunca pidiendo disculpas. Él creía que era el que mandaba, el que lo gobernaba y dominaba todo, pero siempre estaba ella detrás para calmarle y aconsejarle. Ellos, los dos, se habían complementado siempre, cada uno a su manera eran la bondad personificada y el amor incondicional hacia los suyos, el nexo de unión de todos.
Cuando el falleció ella lloraba desconsolada, nadie parecía calmarla, pero si hubiera sido ella la primera en irse habría sido mucho peor. Él no habría sabido como vivir sin ella, la necesitaba y contaba con ella para todo aunque a todo el mundo le pareciera que no era así. Él era incapaz de ocultar sus emociones y aunque no lo pensara necesitaba de ella siempre, a pesar que ella con su infinita prudencia y calma no se lo hacía ver a nadie, ni siquiera a él; aunque en el fondo todos lo sabían.
Parecía que en su silla de ruedas y con su enfermedad ella no se daba cuenta de nada. Eran muchas las cosas que, por miedo a un disgusto, le ocultaba su familia. Sucediera lo que sucediera en la familia al final la frase era la misma: "Que no se entere abuelita, no le demos ese disgusto. Está muy delicada". Pero todos sabían de su inteligencia y de su prudencia, ella se enteraba, pero nadie se enteraba de que ella se había enterado.
Ella seguía mirando a su nieto, que fue ese fin de semana a casa con sus hijos, pero sabía que faltaba alguien y sabía el por qué. Él hacía unos meses que se había separado y nadie había querido decir nada a la abuela para que no se disgustara. Ella miraba y cada vez que miraba sonreía con tristeza y pasaba su mano cuando tenía oportunidad por su nieto, ya fuera por su mano o por su cara.
Llegó la hora de irse y en su despedida su nieto se acercó a ella a abrazarla y besarla. La salud de su abuela podía jugarle una mala pasada en cualquier momento y nunca sabía cuando llegaría el último abrazo. En ese abrazo antes de irse ella le sujetó la cara y le dijo al oído con su hilo de voz: "No quiero que estés sólo nunca hijo". Ella siempre lo sabía todo, también entonces. Se fue un 22 del mismo mes en que se había ido él, aunque unos años más tarde. Es un alivio para todos pensar que están juntos de nuevo desde hace unos años porque seguro que él la seguía necesitando.
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