Un aldabonazo. Rectificación de la República. (Ortega y Gasset) - No es esto, no es esto.
Van
transcurridos siete meses de vida republicana y es hora ya de hacer
un primer balance y algunas cosas más que un balance. Durante esos
siete meses, la República ha estado entregada a unos cuantos grupos
de personas que han hecho de ella, libérrimamente, lo que les
recomendaba su espontánea inspiración.
Tenían
derecho a ello, porque fueron la avanzada del movimiento republicano
en la hora de máximo peligro. Era justo que los demás quedásemos,
por el pronto, a la vera, procurando no estorbar; más aún, formando
un círculo defensivo, dentro del cual esos hombres, sobre quienes el
destino había hecho caer le tremenda carga de enseñar a una
República recién nacida sus primeros pasos, pudiesen actuar con
plena holgura, con plena calma.
Lo
único que, además, podía exigírsenos era que, si desde el
principio juzgábamos algo erróneos esos primeros pasos, cuidásemos
de expresar nuestra discrepancia en forma mesurada y cordial. Por mi
parte, creo haber cumplido con todo rigor este complejo deber, porque
durante estos meses he evitado estorbar, porque he defendido desde mi
puesto excéntrico a los que gobernaban y, en fin, porque a los
quince días de sobrevenida la República, comencé a hacer señas a
los de arriba para insinuarles que en mi humildísima opinión
tomaban vía muerta.
Nada
grave, por fortuna, ni irremediable ha acontecido; pero es evidente
que si se compara nuestra República en la hora feliz de su natividad
con el ambiente que ahora la rodea, el balance arroja una pérdida, y
no, como debiera, una ganancia. No disputemos sobre la cuantía de la
pérdida; no disputemos sobre el más o el menos de esta pérdida. Lo
que tenemos que hacer es reconocerla. No se han sumado nuevos
quilates al entusiasmo republicano; al contrario, le han sido
restados. Y si esto es indiscutible, lo será también extraer la
inmediata e inexcusable consecuencia: que es preciso rectificar el
perfil de la República.
Nació
esta República nuestra en forma tan ejemplar, que produjo la
respetuosa sorpresa de todo el mundo. Caso insólito y envidiable.
Acontecía un cambio de régimen, no por manejos ni por golpes, ni
por subversiones parciales, sino de la manera inevitable, exuberante
y sencilla como brota la fruta en el frutal.
Este
modo, diríamos espontáneo, de nacer la República nos garantiza que
el grave cambio no era una ligereza, no era un capricho, no era un
ataque histérico, ni era una anécdota, sino que había sido una
necesidad profunda de la nación española, que se sentía forzada a
sacudir de sobre sí el cuerpo extraño de la monarquía.
Lo
que no se comprende es que habiendo sobrevenido la República con
tanta plenitud y tan poca discordia, sin apenas herida, ni apenas
dolores, hayan bastado siete meses para que empiece a cundir por el
país desazón, descontento, desánimo, en suma, tristeza.
¿Por
qué nos han hecho una República triste y agria, o mejor dicho, por
qué nos han hecho una vida agria y triste, bajo la joven
constelación de una República naciente?
No
voy a acusar a nadie, no sólo porque repugno faena tal, sino porque,
además, sería injusto. Conozco a esos hombres que hoy dirigen la
vida pública española –y me refiero no sólo a los gobiernos,
sino a muchos que militan próximos a ellos–; conozco a esos
hombres y sé que la política peninsular no ha encontrado nunca
junto tesoro mayor de buena fe y de prontitud al sacrificio. Lo que
pasa es que se han equivocado, que han cometido un amplio error en el
modo de plantear la vida republicana. Y aun si luego tuviera tiempo me
atrevería a demostrar que, en buena porción, ese error cometido no
les es imputable, sino que más bien son de él responsables las
clases representantes del antiguo régimen, que ahora tan
enconádamente combaten a esos hombres. ¿Pues qué? ¿Se quería que
después de haberlos mantenido en permanente oposición, más aún,
en virtual destierro de los negocios públicos, pudiesen esos
hombres, de la noche a la mañana, improvisar la destreza, la soltura
de mano y la óptica del gobernante?
No;
hay una porción de error en la actuación de esos hombres, en la de
todos nosotros, que no debe avergonzarnos, porque nos viene impuesto
por una realidad histórica profunda.
No
somos culpables de que se haya roto de modo tan total la continuidad
de las fuerzas políticas españolas.
Cuando
preparaban la revolución los hombres que han aparecido al frente de
la República veían, con plena claridad, lo que ésta tenía que ser
durante la primera etapa de su historia, durante el tiempo de su
consolidación. La República que ahora triunfe, decían –notad
bien: lo decían ellos entonces, no lo digo yo ahora–, la República
que ahora triunfe tiene que ser una República conservadora, una
República burguesa. Algún ministro recordará los atronadores
aplausos que estas palabras, pronunciadas por él, disparaban en el
auditorio; pero yo aproveché la primera ocasión que se me ofrecía
para hacer notar que ambas expresiones eran poco o nada felices.
Para
no desorientarnos, evitemos, pues, hablar de política conservadora y
de política burguesa. Pero si yo rechazo ambas fórmulas, en cuanto
que pretendan tener un significado preciso, reconozco, en cambio, que
cuando fueron pronunciadas en la hora de preparar la revolución, los
que las emitían querían decir con ellas otra cosa mucho más
certera y completamente oportuna; ésta, sencillamente ésta: que la
República, durante su primera etapa, debía ser sólo República,
radical cambio en la forma del Estado, una liberación del poder
público detentado por unos cuantos grupos, en suma, que el triunfo
de la República no podía ser el triunfo de ningún determinado
partido o combinación de ellos, sino la entrega del poder público a
la totalidad cordial de los españoles.
Porque
no se ha hecho eso, o, para hablar con más cautela y tal vez con más
justicia, porque se ha dado la impresión de que no se hacía eso,
sino que se aprovechaba ese triunfo espontáneo y nacional –¡y
nacional!– de la República para arropar en él propósitos,
preferencias, credos políticos particulares, que no eran
coincidencia nacional, es por lo que resulta que al cabo de siete
meses ha caído la temperatura del entusiasmo republicano y trota
España, entristecida, por ruta a la deriva.
Mas
lo que no queda dudoso señores es que es preciso rectificar el
perfil y el tono de la República, y para ello es menester que surja
un gran movimiento político en el país, un partido gigante que
anude, de la manera más expresa, con aquel ejemplar hecho de
solidaridad nacional, portador de la República, que interprete ésta
como un instrumento de todo y de nada para forjar la nueva nación, y
haciendo de ella un cuerpo ágil, diestro, solidario, actualísimo,
capaz de dar su buen brinco sobre las grupas de la fortuna histórica,
animal fabuloso que pasó ante los pueblos siempre muy a la carrera.
En suma, señores, que frente a los particularismos de todo jaez,
urge suscitar un partido de amplitud nacional; de otro modo, el
Estado naciente vivirá en continuo peligro y a merced de que
cualquier banda de aventureros lo amedrente e imponga su capricho.
¿Qué
puede entenderse por un partido de amplitud nacional? ¿Qué
principio puede inspirarlo? Muy sencillo, éste: la nación es el
punto de vista en el cual queda integrada la vida colectiva por
encima de todos los intereses parciales de clase, de grupo o de
individuo; es la afirmación del Estado nacionalizado frente a las
tiranías de todo género y frente a las insolencias de toda
catadura; es el principio que en todas partes está haciendo triunfar
la joven democracia; es la nación, en suma, algo que era más allá
de los individuos, de los grupos y de las clases; es la obra
gigantesca que tenemos que hacer, que fabricar con nuestras
voluntades y con nuestras manos; es en fin, la unidad de nuestro
destino y de nuestro porvenir.
Tiene
ella sus exigencias, tiene sus imperativos propios, que se imponen,
al arbitrio privado, frente a todo afán exclusivo de esta o de la
otra clase.
Piensen,
les digo, que la obra por hacer es ingente y tiene que serlo también
el instrumento; se trata de tomar a la República en la mano, para
que sirva de cincel, con el cual labrar la estatua de esta nueva
España, para urdir la nueva nación, no sólo en sus líneas e hilos
mayores, sino en el amoroso detalle de cada villa y de cada aldea. Se
trata, señores, de innumerables cosas egregias, que podríamos hacer
juntos y que se resumen todas ellas en esto: organizar la alegría de
la República española.
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