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Carlos y María



Lo que durante un tiempo fueron roces poco a poco se fue convirtiendo en caricias. Caricias con descaro, caricias sin vergüenza. Caricias con deseo que era avivado, poco a poco, por el vino. Se miraban, se hablaban, se acariciaban y se volvían a mirar. El tema inicial de conversación, la infidelidad de Juan, parecía olvidada aunque estaba presente, flotaba en el ambiente. Pero el ambiente tenso inicial se había convertido en un ambiente distinto, un ambiente inundado por el deseo. Los dos se miraban a los ojos y se deseaban. Carlos apartaba de vez en cuando algún mechón de pelo de la cara de María y María hacía lo mismo con Carlos. Se hablaban y se acariciaban el uno al otro como si formara parte de la conversación. Parecía como si todo eso formara parte de un ritual necesario en su comunicación.

Los dos estaban borrachos, estaban bastante mareados, pero conscientes del deseo que estaba surgiendo entre ellos. Hacía calor, los dos desprendían calor y tenían las caras sonrojadas por la tensión que estaban viviendo en ese momento. Había momentos en que se decían algo como para rellenar un espacio entre caricia y caricia. Estaban cada vez menos temerosos, con menos miedo a un posible rechazo del otro. Se deseaban, y eso es algo que los dos tenían claro el uno del otro. El vino desinhibe, el vino les estaba ayudando a dar rienda suelta a sus deseos sin pensar en las consecuencias. Sin pensar en lo que podría pasar al día siguiente, sin pensar en qué pasaría de todo aquello.

Poco a poco se fueron acercando más, el deseo se fue convirtiendo poco a poco en excitación. Los dos daban claras muestras de esa excitación, se tocaban y se erizaban la piel el uno al otro. Fue entonces cuando María puso sus piernas por encima de las de Carlos y se recostó en el sofá. Carlos sintió su calor sobre sus piernas y sintió esa excitación que le transmitía María. Él miro a sus ojos que parecían querer decirle que allí estaba esperándole, dispuesta a lo que él quisiera. Dispuesta a todo. Carlos acercó la cara de María con las dos manos y le dio un beso. No fue un beso largo, fue un beso cálido, un beso de deseo correspondido con el mismo deseo. Un beso con aroma a vino y excitación.

Lo que María notó con sus piernas le hizo sonrojarse y sonreír. Le miro dulcemente, le volvió a besar y notó la vergüenza de Carlos.

- No tienes por qué preocuparte, Carlos. De no haberlo notado me habría preocupado a mi, puede que incluso me hubiera molestado.
- Me alegro que me digas eso, María. Me alegro que te guste.
- No solo me gusta, me encanta - le dijo tras pasar por allí su mano. 
- ¿Puedo? No te importa, ¿verdad?
- No solo es que puedas, es que debes.
- Me gusta mucho, Carlos. Me gusta muchísimo.

Todos los temores iniciales se habían disipado. Había llegado el momento de dar rienda suelta al deseo, había llegado el momento de llevar todos los sentidos a flor de piel. Era ese su momento, no otro. Lo que pasara mañana daba igual entonces. Lo que pasara mañana sería algo que ya se vería, ahora era el momento del disfrute entre dos personas adultas que se habían olvidado de lo que tenían por detrás. Era el momento de dejar de pensar en los demás y pensar en ellos mismos, de hacer lo que realmente querían sin importarles lo que hubiera a su alrededor. La vida se vive una vez y hay que vivirla al máximo y, sobre todo, viviendo la vida propia. Viviendo lo que cada uno quiere hacer en cada momento. Muchas veces vivimos la vida que otros esperan que vivamos, por temor a opiniones o a no hacer lo correcto o lo que se espera de nosotros. Esa noche, en ese momento, eso era algo que a María y a Carlos no les importaba. Solo les importaba lo que a ellos les pudiera apetecer, sin más.

- Carlos, ¿me llevas a la cama?

Continua



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