Sandra creció llena de furia, furia que descargaba a base de puñetazos, fugas, hurtos y conductas de las ahora llamadas “disruptivas”, aunque jamás hizo daño a nadie que no se lo hubiera hecho antes a ella. Desde muy pequeña se enfrentaba a la autoridad, le plantaba cara al mundo, desafiaba las leyes escritas y las no escritas. La consideraban una rebelde, pero sólo era una superviviente.
Se fugó por primera vez a la edad de 5 años. Se hartó de pasar las mañanas en la guardería del hospital Valle de Hebrón de Barcelona. Deambuló durante dos horas, sola, por los jardines próximos al hospital y la encontraron bajo un árbol, dormida. Entre sus brazos, un cómic de Mortadelo y Filemón que compró en un kiosko, con el dinero que sustrajo del bolso de la odiosa cuidadora de la guardería. Ni qué decir tiene que para su suerte no la readmitieron en aquel lugar.
Su etapa de estudios primarios culminó con un libro de escolaridad plagado de observaciones del tipo: “alumna con excelentes cualidades intelectuales que desaprovecha totalmente con su falta de interés por lo académico”, “alumna de extraordinaria inteligencia, cuyos intereses están lejos de lo habitual”. Cuando sus padres leían aquellas líneas escritas por la magistral caligrafía del tutor, no sabían si enorgullecerse o reprenderla.
Por el instituto también la vieron poco, aunque quienes bien la conocían a sus 14 años eran los revisores del tren al que frecuentemente subía sin billete. Solía pasar el trayecto huyendo de aquellos hombres que se acercaban a ella con el martilleante soniquete de la máquina taladradora con la que agujereaban los pasajes. A veces pasaba los 30 minutos de trayecto que la separaban del mar, escondida en el aseo de cualquier vagón.
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